lunes, 9 de febrero de 2009

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El cielo estaba gris, y parecía que se le caía encima. Ese tipo de días, grises, sin sombras, ni luces, ni frentes arrugadas y párpados entrecerrados, eran del tipo que le gustaban. La gente solía decir que parecía que el cielo podía agarrarse alargando el brazo hacia arriba y tirando con los dedos, y que esa sensación era agobiante, como de asfixia, pero él disentía completamente de esas apreciaciones tan típicas y disfrutaba caminando, corriendo o paseando por las calles desiertas de suelos húmedos mirando edificios que ya conocía.

Ese día todo resultaba distinto. Él estaba sentado al lado de la ventana, mirando al cielo, desencantado, como si el ambiente cargado de tabaco y sus palabras -las de ella- ejercieran presión en sus sienes, amenazando con hacerle gritar. Desde entonces siempre iba a odiar los días grises de cielos encapotados, pesados, y las tardes en cafés de nombre desconocido.

Se estaba ahogando, con uno de esos sentimientos asfixiantes, obesivos, perturbadores. Uno de esos sentimientos que llevaron a Rozz Williams a la tumba sin remedio. Pero trató de volver en sí, de olvidar la presión en las sienes y el cielo gris golpeando los cristales y la escuchó. Sus palabras parecían perseguirse las unas a las otras, como si trataran de pisotearse las sílabas pero, a pesar de todo eso, eran perfectamente inteligibles. Y le dolían. A pesar de todo trató de concentrarse, de mantenerse serio, sin fruncir el ceño, para que no se trasluciera que ella le había golpeado. La única respuesta que pudo articular fue <>, y calló.
En realidad lo que quería decir era que él tenía esperanzas, o que algún día había creído en el futuro, pero no se atrevió. Y, en lugar de acabar su intervención, agitó la cucharilla dentro de la taza de su café, concentrándose en los movimientos circulares de lo que quedaba de él, o en los destellos de la cucharilla, al reflejar las luces del techo.

De súbito, simplemente, se levantó, mirándola a los ojos.

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